Fotografía: Rodrigo Salinas Muñoz
REPRESIÓN Y ESPERANZA:
VÍSPERAS DE UN PLEBISCITO
Pía Argagnon Ocampo
Chile esperó más de 30 años para conseguir algo que parecía un imposible: reemplazar la Constitución instaurada por la dictadura de Augusto Pinochet en 1980, madre de todas las batallas libradas por el pueblo chileno para construir un país más equitativo, justo y democrático.
Dicha Carta Magna, que no recibió más que cambios cosméticos durante la transición democrática, fue la misma que le reservó el cargo de Senador Vitalicio al Dictador, garantizando con ello la impunidad ante los crímenes de lesa humanidad cometidos.
Y si bien resta poco más de una semana para el Plebiscito acordado como salida institucional al proceso de movilizaciones desembocado el 18 de octubre pasado, el triunfo en las urnas parece algo tan certero como efímero ante la escalada de violencia impuesta por el gobierno de Sebastián Piñera. El despliegue represivo iniciado en este octubre, estrategia que hace algunos días dejó malherido a un manifestante de 16 años tras ser lanzado al río Mapocho por un efectivo de Carabineros, y la mantención del toque de queda en las ciudades en las que se han eliminado las restricciones de movilidad asociadas al COVID-19, traen a la memoria el escenario vivido en los albores del Plebiscito de 1988.
Como si el pueblo de Chile fuera demasiado inmaduro para vivir y sostener una democracia moderna y la única forma de conducir a las mujeres y hombres de esta tierra por buen camino fuera mediante “el peso de la noche”, la derecha opta por imponerse antes por la fuerza que por la razón. Mismo argumento dio Diego Portales, uno de los próceres invocados por este sector, para implementar un régimen político que privilegia el orden público antes que los derechos ciudadanos, cuyas bases consideraban mecanismos de escarnio público contra quienes fueran considerados criminales y un sistema presidencialista que, entre otras cosas, cuenta con autoridades regionales designadas directamente por el ejecutivo; visión que quedó establecida en la constitución de 1833 y que recién se modificará en abril de 2021.
Así, las esperanzas formadas al alero del cambio constitucional no son menos fuertes que la inquietud sobre cómo asegurar que esta oportunidad histórica no se nos escape de las manos. No porque se tema un fraude electoral o el desconocimiento del triunfo de la opción Apruebo, sino más bien porque absortos en la ilusión de “la alegría que viene”, el órgano constituyente que se defina permita que todo siga igual.
Y es que las dudas son legítimas, considerando que el Acuerdo firmado establece un poder de veto de 1/3 para impedir la aprobación de las demandas sociales más anheladas, porcentaje que ha sido alcanzado previamente por el oficialismo gracias a que el sistema electoral vigente se basa en la voluntad de una ciudadanía altamente desafectada de la política (lo que permitió que Piñera fuera elegido solo con un 26% de los electores). A su vez, puesto que cuando existió mayoría parlamentaria la centro-izquieda no se unió (o no tuvo la voluntad política) para derogar los enclaves autoritarios o aprobar leyes que profundizaran la democracia chilena, quedando en tela de juicio el rol que los partidos políticos tendrán en este nuevo espacio.
La clave parece estar tanto en las urnas como en la misma calle. El golpe moral que se augura dar el próximo 25 de octubre solo se hará realidad si la ciudadanía ejerce efectivamente su derecho a voto; pero esto no será suficiente para que la derecha ceda espacio a los derechos que hoy no están garantizados. Será necesaria –entonces- la presión social para hacer posible esa Nueva Constitución que pareciera ya respirarse en la calle a pesar de la pandemia.