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Fotografía: Rodrigo Salinas Muñoz

Fotografía: Rodrigo Salinas Muñoz

PARA ESCUCHAR LA MEMORIA EN COMÚN

(Primera entrega)

Raúl H. Contreras Román

Las canciones pueden ser, como dijo el Flaco Spinetta, libros de la buena memoria. Pero tal como sucede con los buenos libros, la memoria que guardan las canciones no son siempre evidentes. Pueden asaltar a quien las escucha con recuerdos diversos. Evocar sentidos y sentimientos del pasado o ayudarnos a imaginar, como dijo el mismo poeta del rock argentino, el vestigio del futuro. Es que, entre otras muchas cosas, a eso se refieren los juegos del tiempo… nunca vivimos del todo en el presente, el pasado siempre rezuma por los poros del aquí y el ahora, lo mismo que el porvenir tiende luces y sombras sobre el hoy que habitamos. Sin embargo, existe una memoria compartida que nos puede ayudar a construir sentidos y ser contemporáneos de los autores e intérpretes de las canciones, aun cuando estas se hayan escrito o cantado en tiempos o lugares distantes. Esa capacidad humana que tenemos de sentir(nos) y entender(nos) es la que nos hace habitar un mismo mundo de sentidos, construir identidades más allá de los límites que para ellas parecen marcar las fronteras geográficas y las del tiempo. 

Por estos días he conocido las historias detrás de tres canciones que me han inspirado a pensar en las memorias comunes. Sucede que cuando uno conoce esas historias comienza a escuchar otras palabras, otros sentidos, en relación a lo que antes escuchaba. Eso le debe suceder a quien aprende un idioma nuevo y comienza a cantar las canciones que antes cantaba, ahora entendiendo lo que antes solo repetía onomatopéyicamente. No quiero decir que existan sentidos errados u acertados respecto de la apreciación de la música. Siguen teniendo, para mí, un valor mayor los sentidos que les damos a las canciones, más allá de sus historias. 

Joaquín Sabina, contaba que una noche en que se fue a beber con sus amigos mexicanos a la Plaza Garibaldi en Ciudad de México, uno de ellos llamó a los mariachis y les pidió que tocaran “Y nos dieron las diez”, canción que suele escucharse ahí junto a otras de los grandes de la canción mexicana que tienen sus estatuas cerca de la plaza. Sabina muchas veces había escuchado su pieza interpretada por mariachis. Lo que nunca había vivido es que alguien preguntara a estos mariachis por el autor de la canción. Esa noche uno de sus contertulios lo hizo. Preguntó a la primera voz de los mariachis de quién era esa canción y éste, sin dudar, le respondió que era una canción mexicana tradicional. Luego le presentaron a Joaquín. 

Puede que ese encuentro entre los mariachis y Sabina no haya cambiado en nada el sentido que las cientos de personas que cada noche cantan “Y nos dieron las diez” en Garibaldi dan a la canción. Pero la belleza de ese instante, de ese encuentro que seguro siguió con largos brindis de mezcal, es la posibilidad de encontrar sentidos, construir vasos comunicantes entre aquello que parece inconexo. A esa belleza me refiero. La belleza de construir sentidos y participar de memorias conjuntas gracias a la música. Cuando construimos esos sentidos somos, imaginaria y materialmente, contemporáneos de quien canta y de quien creó la canción. 

“Me gustaría que recordaran conmigo… por lo menos cantando un pequeño estribillo”, le dijo al público Ángel Parra, el hijo de Violeta, cuando comenzó a cantar “Recuerdos de infancia” en el concierto que dio en el Teatro Teletón, al retornar de su exilio en Francia, y que quedó registrado en el volumen 1 del disco doble “Ángel Parra en Chile”, que editó el sello Alerce, en 1989. Gracias a esa invitación que hizo Ángel a recordar con él, podemos –hoy casi treinta años después– seguir recordando y ser contemporáneos de su infancia, aun cuando no hayamos vivido su tiempo.

 

Todos fuimos niños y por ello podemos compartir muchas cosas con el tiempo que vivió Ángel. Pero nosotros, que escribimos y leemos en un medio local como El Pimiento, encontramos muchos más elementos comunes respecto de esa infancia que el cantautor relata en su canción. Aquella parte de la infancia que Ángel vivió en nuestro pueblo, en la Calle Varas, cerca de la plaza donde seguramente ya estaba el viejo árbol que da nombre a este medio de comunicación. Tal vez, porque compartimos ese espacio, en el que vivió Ángel durante sus primeros años, es que podemos distinguir el nombre de nuestra comuna, tras los aplausos de un público exaltado cuando Ángel Parra refiere a La Internacional. El otrora niño, campeón de cueca en Llay-llay, es el que nos invitó en 1989 (y nos sigue invitando cada vez que damos play a su canción), a evocar sus recuerdos de infancia y a compartir imaginaria y materialmente memoria en común.

Lo que escribo ahora es solo una invitación a explorar en esa belleza de descubrir, construir y compartir memoria en común a partir de la música. En tres entregas próximas al PIMIENTO, intentaré transmitir las historias de tres canciones que, por estos días, me hicieron reconocer otras palabras y otros sentidos en eso que ya había escuchado cientos de veces. La invitación es a releer, en las canciones, los libros de la buena memoria, entendiendo que lo bueno siempre debe ser compartido y que la memoria solo existe cuando la hacemos parte de nuestro presente y nuestro futuro…

¿Se acuerda doña María? 

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