LA DESPEDIDA DE NELSON
(Para escuchar la memoria. Cuarta entrega)
Raúl H. Contreras Román
En junio de 2012, pocas semanas antes de viajar a México, acompañé a mi madre al funeral de Nelson Schwenke. Su muerte nos había golpeado. Digo nos, porque en ese plural siempre incluí un pueblo imaginado, mucho más grande que el pueblo que materialmente le rindió tributo en las calles de Santiago, antes de que su cortejo fúnebre partiera rumbo a Calera, donde se realizaría su misa fúnebre para luego trasladar sus restos a Valparaíso. El pueblo imaginado, un pueblo grande, mucho mayor que el pueblo que acompañó a Nelson en ese último recorrido del valle al mar. Ese pueblo imaginario era el pueblo del pasado. Aquel que en ese presente pasado estaba diluido en el implacable ácido neoliberal que se esparció en Chile a golpe de metralla en los tiempos oscuros de la dictadura militar.
El pueblo imaginario del que hablo es el que estaba presente en las canciones de Nelson Schwenke y Marcelo Nilo, nombres imprescindibles en el canto comprometido de los años ochenta. Un canto que tomó con valentía la antorcha aún encendida que las voces de la Nueva Canción Chilena, silenciadas en el país por la muerte o el exilio, entregaron a la memoria colectiva y, en especial, a las y los jóvenes que en aquellos años hicieron de la música y del Canto Nuevo un espacio fundamental de resistencia. Schwenke y Nilo, el nombre que dieron a su dúo los jóvenes que se conocieron en una universidad del sur de Chile, fue y es tal vez uno de los mayores cronistas de esos años en que el pueblo no era imaginario, ni resultado de una elaboración teórica, ni de una hipérbole romántica.
Crecí escuchando discos de Schwenke y Nilo y de otros tantos grupos del Canto Nuevo, que mi madre atesoraba en una caja de zapatos, llena de casetes blancoamarillentos. Casetes que sobrevivieron y que como todo sobreviviente en cada oportunidad contaban ansiosos sus historias, ávidos de que su memoria no se escondiera tras el silencio del polvo acumulado y los cambios tecnológicos. Esas historias eran la de ese pueblo que imaginaba. Ese pueblo que se reconocía como tal y al cual los apelativos de ciudadano, consumidor o beneficiario, aún no se le asignaban.
Imaginar ese pueblo, palpitarlo en las canciones del canto comprometido chileno, fue una especie de disyunción temporal durante toda mi adolescencia. Un imaginario que no coincidía con el tiempo presente que vivía. Un tiempo de desmemoria generalizada, de amnesia colectiva, acompañada de un esfuerzo denodado de los gobiernos por oficializar la memoria y petrificarla en museos que instauraban simbólica y materialmente la política y la poética del empate. La política del nunca más, en la narrativa mentirosa de la reconciliación. Poéticos museos y hermosos monolitos para prender velas y dejar flores a rostros de cuerpos desaparecidos, pisando la misma alameda que los perpetradores de los crímenes de lesa humanidad siguen pisando impunemente.
Prefería entonces la poética del canto de esos casetes que guardó mi madre. Prefería y preferí entonces, la política de la memoria radical en que la dialéctica de la historia se niega a aceptar la infamia y la ingenuidad del nunca más y sus cantinelas. Preferí sumarme aquellos que, como Schwenke y Nilo, dijeron “señores denme permiso pa'decirles que no creo”.
Hoy cuando recuerdo la despedida de Nelson, intento evocar las canciones que se cantaron ahí. Recuerdo e imagino a Marcelo y su voz desgarrada repasando el repertorio de crónicas sobre aquel pueblo imaginario. Pero la memoria, como los sueños, tiene ese bello sino, esa terca razón de mezclar los tiempos y hacer estallar cualquier linealidad posible. Porque, como ha apuntado Jöel Candau, “no podemos recordar un hecho pasado sin que el futuro de ese pasado se integre a su recuerdo”. Entonces el 25 de octubre de 2020 se mezcla con mi recuerdo de la despedida de Nelson. El pueblo imaginario vuelve a hacerse real y pone nuevamente en la voz de Schwenke y Nilo aquella canción que escribieron en los albores de la transición, cuando la sombra del dictador seguía oscureciendo el presente y enfriando los sueños de futuro en Chile.
Qué cara pondrá
cuando vea crecer este árbol
que quiso impedir
llegará a nacer
este río que quiso atascar
para que no fuera mar.
Qué cara pondrá
cuando le pregunten
quien fue este autóctono
Atila Imperial que quiso impedir
que yo me creyera
el dueño del futuro
la sal de mi mundo.
Qué cara pondrá
cuando escuche que yo
sigo aquí cantando lecciones
quisieron creer
que aún esta tierra
nos tiene un lugar,
qué risa le hará!.
Qué cara pondrá
al ver que el lugar
de la herida hay piel
que en vez de sangre
hoy corre la tinta
que promulga el decreto
que ahuyenta el silencio
que llama a la vida.
Qué risa le hará
cuando mi hijo y yo
con toda mi gente
y todo mi pueblo
cambiemos de prisa
su constitución de 1980
por una más nuestra.
Qué cara pondrá
cuando José Manuel,
Salvador y Rodrigo
vuelvan a la tierra a vivir
cuando tantos otros
vuelvan a su tierra,
a vivir.
Qué cara pondrá. Schwenke y Nilo, Volumen IV (Alerce, 1990)